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Emitido por: Consejo Superior
Dirigido a: Comunidad universitaria, Ciudadanía en general.

Popayán, 18 de septiembre de 2020

Este miércoles, con valentía y dignidad, el pueblo Misak tomó acciones contra un símbolo de la violencia de la historia colonial. El derribo de la estatua de Belalcázar es una ocasión inmejorable para pensar qué somos como sociedad y qué hemos hecho para sanar heridas aún sangrantes.

La historia del colonialismo no es una mera anécdota construida sobre símbolos grandilocuentes que pretenden durar para siempre; es, más que nada, un legado vivo que todavía arrastra consigo los horrores del racismo, la segregación y el acceso desigual a los muchos bienes a los que todos tenemos derecho.

El patrimonio no es algo natural, atemporal ni estable. La decisión de instalar en 1936 la estatua de un brutal conquistador español en una pirámide prehispánica fue un acto deliberado de afirmación de lo hispánico, de lo blanco, de una historia única contada por los vencedores (que, como suele suceder, silenció la historia de los vencidos). Esa decisión puede haber sido comprensible en una época en la que todavía dominaban relaciones feudales en el Cauca, pero los tiempos han cambiado.

En esta época ya no hay una sola historia, un solo patrimonio, un solo proyecto colectivo. Vivimos tiempos difíciles, es cierto, pero no por ello menos estimulantes y creativos. Reinstalar a Belalcázar en el Morro de Tulcán sería un error mayúsculo, pues implicaría la renovación de un pasado violento y sombrío. Más bien, su derribo es una oportunidad para decidir qué hacer con un lugar tan emblemático.

Podría ser, acaso, la oportunidad para poner en escena una historia con matices, una historia múltiple y generosa que cuenta sin silencios, qué sucedió hace siglos y qué sigue sucediendo todavía.

Profesores Departamento de Antropología

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